Campeonato Mundial de Ciclismo de Ruta 1973
— 3 julio, 2025En septiembre de 1973, cuatro chilenos se presentaron en el campeonato mundial de ciclismo de ruta que se celebró en…
No recuerdo en qué momento dejé de sentir los dedos. Estábamos en la curva 3 del Col de la Loze, a más de 2.200 metros, rodeados por una niebla espesa que llegaba en ráfagas desde el vacío, como si la montaña respirara. El sol se había quedado atrapado allá abajo, en Vif, donde esta etapa comenzó horas antes. Aquí solo quedaban el frío, el viento… y la espera.
La etapa reina. Solo decirlo pone la piel de gallina. Hoy no era una jornada cualquiera: hoy se subía el techo del Tour. Desde temprano, los fanáticos llegamos en masa, cargados con banderas, tambores, cuernos, pancartas para Pogacar, cánticos para Vingegaard. Algunos venían disfrazados. Otros, como yo, traíamos el corazón desnudo, abierto a lo que el Tour quisiera regalarnos.
Escuchamos en las radios portátiles que una fuga numerosa se había formado, y que un tal Ben O’Connor se había ido por delante. Cada mención de su nombre en la transmisión desataba murmullos. “¿Llegará solo?”, preguntaban los veteranos de la curva 2. “Está loco”, respondía un chico envuelto en una bandera escocesa. Yo no dije nada. Solo miraba el vacío blanco esperando que de él emergiera una figura.
Los helicópteros pasaban cada cierto rato, rugiendo como si arrasaran las cumbres. Nos daban señales: “¡Ya pasaron el Glandon!”, “¡Ya bajan la Madeleine!”. Y en cada mensaje, el pelotón se acercaba un poco más a esta cornisa de piedra y niebla.
Allá abajo, Pogacar y Vingegaard iban midiendo fuerzas. Nadie atacaba todavía, pero los oíamos nombrar una y otra vez. Cada vez que decían “Pogacar se mueve”, el corazón nos saltaba. Cada vez que decían “Vingegaard responde”, alguien apretaba más fuerte su bandera.
Primero fueron las motos. Después, los gritos desde curvas más abajo. Y por fin, entre la niebla, un casco blanco y azul: Ben O’Connor, solo, con el rostro desencajado, cubierto de barro y esfuerzo. Cuando pasó por nuestra curva, casi no podía levantar la cabeza. Pero ahí estaba, montado en su bici como un héroe mitológico que subía al Olimpo. Aplaudimos como locos.
Tras él, a un par de minutos, vimos algo que parecía aún más irreal: Pogacar… bailando sobre la bicicleta. Volvía a hacerlo. Se despegaba de Vingegaard como si el aire le pesara menos. Una niña a mi lado gritó: “¡Pogi!” y él, sí, levantó la mano y saludó con dos dedos. Ese gesto quedó grabado en nuestras almas.
Un poco más atrás, Vingegaard, el guerrero estoico. Respiraba con dificultad, pero no se rendía. Cada pedalazo era puro coraje. Nadie dudaba de su grandeza. Aunque perdía terreno, se mantenía digno, enorme.
No vimos la llegada. No hacía falta. La escuchamos por los altavoces: “Ben O’Connor gana en Courchevel, en solitario”. Un rugido subió por la montaña, como si todos los que estábamos allí hubiéramos vencido con él.
Luego nos dijeron que Pogacar había sacado más tiempo, que aumentaba su ventaja en la general. Que Vingegaard, aunque fuerte, parecía resignado. Y que un joven escocés llamado Oscar Onley se colaba entre los tres mejores del Tour. Algunos lo ovacionaron como a un nuevo ídolo.
Hoy no ganó solo O’Connor. Hoy ganó el ciclismo. El ciclismo de las montañas infinitas, del aliento entre la niebla, del silencio entre el rugido de un corazón esforzado.
Cuando el pelotón desapareció rumbo a la meta, el viento volvió a soplar. Volví a mirar el abismo. Y sentí que yo también había escalado algo, sin dar un solo pedal.